31 julio, 2006

La humildad y la renuncia al ego


Texto previo al retiro del dia 29 Junio 2006
Sobre el Prólogo de la Regla de S. Benito

Hay una virtud básica que se tiene que encontrar en todo aquel que busca a Dios: la humildad. La humildad implica la renuncia al propio yo, salir de nosotros mismos para que el centro de nuestra vida gravite en torno a Dios. La humildad nos hace escuchar la Palabra sin reservas, sin poner condiciones, para acto seguido obedecerla y ponerla en práctica. Porque la Palabra de Dios para el creyente no es algo que limite su libertad o su existencia, sino que supone la plena realización de su vida.

Si escuchas los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y multiplicarás;
Yahveh tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión.
Dt 30, 16


Nada de lo que hacemos lo hacemos por nosotros mismos, por nuestra propia fuerza. Es necesario orar siempre,

“porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al llama, se le abrirá” (Mt 7, 8).

Orar supone ser conscientes de nuestra poquedad, y pedirle a Dios que nos dé lo que nos falta. Orar supone querer que nuestra voluntad sea conforme a la de Dios; querer lo que él quiere, y no querer lo que Él no quiere. Orar supone dejar a Dios la iniciativa en nuestra vida, para que sea Él el artífice de todo lo que hagamos, para mayor gloria suya. Orar supone pedir a Dios por las necesidades de nuestros semejantes. Orar supone ser agradecidos y darle gracias por todos los dones recibidos.

Orad constantemente.
En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros.
No extingáis el Espíritu; no despreciéis las profecías;
examinadlo todo y quedaos con lo bueno.
1 Tes 5, 17-21


Dios quiere que colaboremos con Él para llevar a toda la Creación a su cima, “pues la ansiosa espera de la Creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios”. (Rm 8, 19). Para ello Dios nos concede todo, dones y existencia, para que demos fruto abundante, y además nos garantiza su ayuda en todo momento.

Nosotros, que recibimos todo de Él, debemos devolvérselo transformado en obras buenas que contribuyan a la construcción de su Reino. Es algo que debemos hacer no por obligación, sino agradecidos de que Dios nos ha escogido y ha depositado toda confianza en nosotros. Aquel que malgasta sus dones o no los utiliza, ya sea por desgana o por miedo a las consecuencias que de ello se deriven, malgasta su vida, vive una vida falsa y carente de sentido, pues dice Cristo:

“porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?
O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? “

(Mt 16, 25, 26)

Llegándose también el que había recibido un talento dijo:
“Señor,sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento.
Mira, aquí tienes lo que es tuyo.”
Mt 25, 24-25


Dios nos concede todo, y también nos llama a nuestra vocación. Muchas veces luchamos contra esa llamada, nos resistimos a decir un sí que sabemos tendrá consecuencias en nuestras vidas. Endurecemos nuestro corazón y nos hacemos los sordos a Dios, que pide de nosotros nuestra colaboración. Dios no nos puede ofrecer nada que sea malo para nosotros, y Dios no quiere imponernos nada en contra de nuestra voluntad. Por ello, es necesario que nuestra voluntad se subordine a la suya, sabiendo que Dios no quita nada realmente importante en nuestras vidas, pero nos concede todo aquello capaz de colmar nuestras más altas aspiraciones. Es necesario entonces decir un sí, y decírselo rápido, no sea que la oportunidad pase.

Vino Yahveh, se paró y llamó como las veces anteriores «Samuel, Samuel!»
Respondió Samuel: «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha.» (1 Sm 3, 10)

A nuestro sí le sigue el entrar en el camino que Dios nos traza, siendo fieles a sus preceptos, preceptos que no son sino los consejos de un Padre que quiere que sus hijos sean felices. Porque en eso consiste la felicidad: en permanecer unidos a Dios, en sentirle presente junto a nosotros, en todo momento.

Dichosos todos los que temen a Yahveh, los que van por sus
caminos.
Del trabajo de tus manos comerás, ¡dichoso tú, que todo te irá bien!
Tu esposa será como parra fecunda en el secreto de tu casa. Tus
hijos, como brotes de olivo en torno a tu mesa.
Así será bendito el hombre que teme a Yahveh.
¡Bendígate Yahveh desde Sión, que veas en ventura a Jerusalén
todos los días de tu vida,
y veas a los hijos de tus hijos! ¡Paz a Israel!
Salmo 128 (127)

El creyente que vive según los designios de Dios, en total obediencia y libertad (porque la obediencia a Dios libera al hombre), no se atribuye mérito alguno, ya que si todo lo que tiene y es procede de Dios. Dios es el que obra a través de él y es el que ostenta realmente el mérito. El ego, la propia voluntad, quedan a un lado. Dios es el Todo de su vida. Es tal la identificación de su voluntad con la voluntad divina, que él y Dios son uno: ha sido divinizado. Sus ojos son de Dios, sus oídos, sus manos, sus labios...todo es de Dios. A través suyo, el Amor de Dios vuelve a encarnarse en la tierra.

«Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.»
Lc 22, 42
Les dice Jesús: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. Jn 4, 34

Los preceptos divinos nos orientan en este camino de divinización a lo largo de toda nuestra vida. Nuestra vida es un peregrinar por el desierto, en el que poco a poco nos vamos despojando de todo lo inútil y accesorio, de todo lo que obstaculiza nuestro caminar, hasta acabar desnudos ante Dios. Es entonces, cuando carecemos de todo, cuando Dios nos otorga todo, Dios se nos entrega y nos da el alimento y el agua que sacia nuestra sed de eternidad.

Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. (...)
Yo te desposaré conmigo para siempre;
te desposaré conmigo en justicia y en derecho en amor y en compasión,
te desposaré conmigo en fidelidad,
y tú conocerás a Yahveh.

Os 2, 16; 21-22

El camino hacia Dios puede ser en ocasiones duro y difícil, puede producir en nosotros desazón o decaimiento, pero hay que mantener la esperanza contra toda esperanza. En ocasiones, es duro porque nosotros mismos nos negamos a abandonar aquello que nos lastra. Pensamos que Dios nos exige perderlo todo, cuando realmente lo que hacemos es dejarle espacio para que Él lo llene todo en nosotros. El que progresa en la vida del espíritu, se va vaciando de sí, va llenando ese vacío con el Amor de Dios, Amor que a su vez reparte a los demás, convirtiéndose así en instrumento privilegiado de la acción de Dios.

Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos.

No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto,
sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo,
habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús.

Filip 3, 7-12

Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe.
2 Tim 4, 6-7


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